Desde niño,
aquellos ojos verdes y soñadores se habían convertido en objeto de bromas y de
burlas. Simón, que así se llamaba, no hacía caso. Él siempre iba tarareando una
canción. Como si fuese un escudo contra todo mal, esbozaba su sonrisa, una
sonrisa amplía y sincera. No como la de los demás.
Fue
creciendo, y Simón seguía sonriendo a la vida como si tal cosa. Se había
quedado solo, aunque no del todo, una tía viuda y huraña, Angustias, se hacía
cargo de él.
Al
despuntar el día, Simón, se vestía con la mejor de sus sonrisas, un pantalón
vaquero viejo y algo desgastado y una camisa, casi siempre de cuadros rojos y
negros. Salía temprano y hacía recados a algunos vecinos del pueblo. Esa era su
forma de ganar algunas monedas para subsistir. Cuando acababa sus quehaceres
diarios se paseaba por el bosque estudiando escrupulosamente todo su entorno.
Observaba minuciosamente el comportamiento de cada uno de los habitantes de
aquel bosque de hayedos y abedules próximos al pueblo. Sus inmensos ojos verdes
escudriñaban el cielo en busca de cualquier ave que surcara el cielo y se
quedaba embobado al ver corretear por el monte a los ciervos, o el salto de las
truchas en el agua fresca de aquel río en el que solía combatir los rigores del
caluroso verano.
Los jóvenes de su edad le solían gastar
bromas. Le llamaban tonto; alguno más cruel, como Vicente-el señorito del
pueblo-le llamaban gilipollas. Algunos, los pocos, salían en su defensa, y él
siempre les decía: no pasa nada, y que sepan todos que yo no soy gilipollas,
soy feliz y por eso me tienen envidia.
Pero el destino, hizo que Vicente-el señorito
del pueblo- tuviera un grave accidente de tráfico, quedando postrado en una
cama como un mueble viejo. Y todos le abandonaron. Todos menos Simón, que cada
día le llevaba un rayo de alegría a su vida. Y Vicente lloraba, lloraba por
haber sido tan cruel con aquel joven. Y ya no le llamaba gilipollas, le decía
que el gilipollas había sido toda la vida él y los que como él se habían
burlado de su felicidad. Y Simón le sonreía, con esa sonrisa abierta y sincera.
Le cogía en brazos y le sacaba al jardín y lo colocaba cuidadosamente en un
sillón para que pudiera contemplar junto a él todo lo que le brindaba la
naturaleza y le contaba historias que jamás había oído y que le resultaban
maravillosas.
Mirándolo
a los ojos aquel hombre ya no le parecía tan tonto, solo le parecía un hombre
sencillo e incomprendido, pero feliz con la suerte que le había tocado vivir. Y
le envidiaba, le envidiaba mucho, pero también lo quería, porque aquel hombre
le había demostrado ser el mejor de los amigos que jamás nunca tuvo y que el
ser feliz no era cuestión de posición o dinero, ni siquiera de inteligencia,
sino de actitud ante la vida.
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