Eran
las seis de la madrugada, estaban cansados y habían bebido unas copas de más.
Decidieron que ya era hora de ir a casa. Al salir sintieron el aire frío de la
madrugada. En los aparcamientos había una joven enfundada en unos pantalones y
cazadora de cuero negro que repartía unas tarjetas, debía ser la relaciones
públicas de algún local. Jim, que era el más extrovertido, se acercó a ella.
Ella al verlo le guiñó el ojo y se acercó aún más, se bajó un poco la
cremallera de la cazadora dejando entrever el canal de sus senos, luego le
alargó una tarjeta.
—Hola cariño, ¿aún no sabes
dónde ir en Halloween?-le preguntó ella.
Jim se acercó aún más, podía
sentir su aliento. Rodeó su cintura con sus brazos y la atrajo más hacia su cuerpo.
Ella no opuso resistencia. Luego la besó. Los amigos no podían creer lo que
estaba pasando. El bueno de Jim ligando con una morena imponente delante de sus
narices y ellos pasando frío.
– ¿Podrías recomendarme algún
sitio?–respondió él.
Ella le indicó que mirase la
tarjeta que tenía en su mano.
Ruta 666: Averno.
– ¿Estarás tú preciosa?
–Te estaré esperando– Miró al
resto de acompañantes y añadió–También irán unas amigas mías.
–En ese caso no faltaremos.
Se despidió con otro beso, un
beso largo y húmedo. Se hubiera ido con ella esa noche, pero tenía que entrar a
trabajar a las ocho de la mañana. No sabía si a esas horas iba a estar en
condiciones de prestar sus servicios como enfermero en el hospital comarcal.
Bah, a esas horas en una mañana de domingo no suele haber muchos
problemas-pensó-nada que no pudiera despejar un buen café cargado y un
alka-seltzer.
Había olvidado la cita de
aquella noche, hasta que el azar le refrescó la memoria. Tenía que hacer la
colada, revolvió los bolsillos de su pantalón y allí encontró una tarjeta,
volvió a sentir el vértigo que le produjo aquel beso. Miró la tarjeta y decidió
llamar al resto de la pandilla.
– ¿Tenemos que ir
disfrazados?–le preguntó Robert.
– ¿Cuándo has visto tú una
fiesta de Halloween sin disfraces?–replicó Jim al otro lado del teléfono.
Robert no supo qué decir,
odiaba disfrazarse de nada, pero tampoco quería pasar ese fin de semana solo en
su casa y atendiendo a todos los mocosos que acudiesen esa noche a su casa a
pedir caramelos.
Quedaron para la fiesta. Robert
iba disfrazado de fraile con un enorme crucifijo colgado al cuello, Frank de
momia, Evelyn de vampiresa y Jim de Elvis Presley.
–Oye tío, ¿no dijimos que
íbamos a disfrazarnos todos de algo terrorífico?–se quejó Frank. Robert tiene
pase, pero tú. Ah, ya entiendo, tú lo que quieres es ligar con la buenorra de
la otra noche.
Jim alzó el cuello de la
cazadora y con una sonrisa pícara le hizo un gesto con la mano como si
estuviera disparándole.
– ¡Exacto, tú mismo lo has
dicho!–respondió. Y pienso pasar una noche terroríficamente desenfrenada con
ella. ¿Lo pillas?
Subieron a la furgoneta de
Frank. Hacía frío y la dirección del local o lo que fuese donde hacían la
fiesta quedaba a veinte kilómetros de la ciudad. La calefacción de la furgoneta
estaba estropeada y les quedaba poca gasolina. A pocos metros encontraron una
gasolinera, aprovecharon para parar y comprar algunas bebidas. Robert que solo
llevaba puesto el hábito de monje tenía mucho frío y empezó a beber.
Durante el trayecto Robert no paró
de beber para poder entrar en calor, pero lo único que consiguió fue quedar
totalmente inconsciente a causa del alcohol.
Al llegar vieron dos coches y un grupo de
chicos que miraban extrañados la casucha destartalada.
– ¿Seguro que es aquí?-Se oía preguntar.
Al instante, la puerta se
abrió, apareció la morena de la discoteca vestida con transparencias de color
negro dejando a la vista todas sus armas.
–Sí, es aquí–indicó ella. Hizo un gesto y les invitó a entrar.
Entraron todos, menos Robert
que quedó tumbado en el suelo de la furgoneta. Para que no pasara frío Evelyn
le tapó con una manta vieja de color oscuro que Frank tenía colocada sobre una
caja de herramientas. Pero antes de traspasar la puerta de entrada, Evelyn se
sintió indispuesta y decidió volver a la furgoneta, le pidió las llaves a Frank
y se marchó ante la mirada atenta de la morena que no pudo ocultar un gesto de
contrariedad. Frank se limitó a encogerse de hombros.
El interior de la casa era sobrecogedor. De
las paredes colgaban unas enormes telarañas. Todo parecía antiguo, lleno de
polvo, como si no hubiera estado allí nadie en años. La morena les propuso un
juego, debían encontrar un cofre con un tesoro que ellas mismas habían
escondido en una de las estancias de la casa.
Se dividieron por grupos, la morena se
aseguró de que Jim se quedara con ella, el resto se repartió formando grupos de
dos con cada una de las amigas de aquella enigmática joven. Todas iban vestidas
de vampiresas, eran cinco, y las cinco eran muy jóvenes. Por la edad, podían
ser estudiantes universitarias.
La morena se llevó a Jim a una habitación en
el primer piso de la casa y cerró por dentro. Empezó a desnudarse, Jim también.
La besó mientras ella le desabrochaba el botón del pantalón y bajaba su
cremallera. Estaba encima de ella besando su cuello cuando sintió un dolor
agudo en su espalda. No podía respirar, intentó moverse pero su cuerpo empezó a
sentir convulsiones hasta que dejó de moverse…y de respirar. En el pasillo
Frank observó una fotografía que le hizo retroceder. Era la de aquella joven
junto a las otras chicas. Parecían hechas en otra época. Sintió que un escalofrío
recorría todo su cuerpo, al darse la vuelta vio que algo se precipitaba sobre
él, salió corriendo escaleras abajo, rodó hasta la puerta, sangraba por la
nariz. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada. Gritó para que le oyeran
los de afuera, pero no pudo hacer nada más. Se quedó en el suelo, inmóvil y con
las vendas de su disfraz lleno de sangre.
Edward y los otros chicos estaban en una
habitación brindando con las chicas. Les parecía muy divertido el juego, hasta
que notaron un dolor agudo que subía hasta su garganta. Les habían envenenado,
aquellas chicas les habían envenenado. Pero, ¿por qué? preguntó Edward mientras
caía al suelo retorciéndose de dolor. No obtuvo ninguna respuesta.
Al amanecer, Evelyn y Robert se despertaron
en la furgoneta. Miraron en dirección a la casa, allí no estaba el coche de los
chicos de la noche anterior, ni rastro de vida humana.
– ¡Malditos hijos de puta, nos
han dejado aquí en mitad del campo!–maldijo Evelyn.
Pusieron en marcha la furgoneta
y se marcharon. Sobre la hierba un bulto extraño quedaba atrás sobre la hierba,
parecía un toldo. Unas vendas blancas ensangrentadas asomaban bajo el toldo
viejo y raído. Se removía a duras penas y en un esfuerzo por sobrevivir exhaló
un grito ahogado de desesperación.
– ¡Salvadme!- susurró con las
pocas fuerzas que le quedaban. Era Frank, pero Robert y Evelyn no pudieron oírle,
ya estaban lejos, muy lejos.
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